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Todo lo que ocurre afuera es un pasatiempo. La vida yace dentro.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Estaciones

 

  



  ESTACIONES

 

Que inútil es moverse por sitios de singular tranquilidad cuando tu alma está confinada a existir bajo los ritmos de la melancolía. Es como prolongar trágicamente las trampas de la alegría para colmar con sutileza el olor repugnante de la tristeza. Te detienes para tomar aire y observas como se desgastan tus mentiras al mirar tu imagen reflejada en la vidriera de esas tiendas, que adornan esa calle solitaria por donde caminas. Se precipitan tus sentidos ya mutilados al echar por tierra la falta de tu existencia.

 

¿En qué me he convertido? Ni siquiera mi propia imagen dice algo claro de mí.

 

Y dejas descansar tus querencias al fastidio de los colores opacos de viejas rosas que adornan las estanterías y piensas en lo injusto que es marchitarse frente a los ojos de quienes ya no te miran. Los colores se pierden en la pudrición y el óxido de la vida. Sólo hace falta estar vivo para conocer la agonía de la descomposición. Sólo hace falta estar vivo para conocer el camino de la desintegración. Sólo hace falta estar vivo para conocer la realidad del deterioro.

 

Bajo las arrugas de la piel, yace el brillo de una juventud que está dormida bajo la declinación de lo material. Mis ojos conservan el dolor irritante de los recuerdos del ayer, donde reías sin ocultar las líneas de expresión, figuradas en un rostro entregado a la temeridad  de la lozanía.

 

¿Cuantas personas se habrán detenido para observar el final agonizante de una rosa?

¿Y ahora que está marchita, quién querrá tenerla en su mostrador?

¡Bah! Todos son rumiantes que mastican sus febriles pensamientos en la intimidad para ocultar su sufrimiento.

 

Sacudo mi cabeza para dejar el quejido penetrante de la belleza disipada por las cicatrices de la amargura. Me ahogo en mi propio océano, un océano que se mueve como un bumerán, alejándome del calor de las calles del Louvre ¡Qué terrible es vivir bajo los pliegues del desencanto! Donde los días corren a galope entre el dolor y el llanto, porque huyen de lo común para no perder la magia de lo inesperado. Y siento que el tiempo corre tan rápido como lo ha hecho mi juventud, en un parpadear me pierdo para luego retornar a mi vejez ¡Y no hice nada! ¡No logré nada! ¡No llegué a nada! O quizás sí, quizás ya estoy en la nada, pero me lo niego por no aceptar la crueldad de lo que refleja mi espejo.

 

Comencé a andar nuevamente, esta vez ya no me detuve, y aunque estaba mareada por los golpes de las enormes olas, que atacaban duramente mis sienes, me obligué a renegar de los delirios de la melancolía para volver al esplendor de los instantes de placer que me fascinaban, donde arrojaba mis excesos al rápido destello de la aventura. Exponerme a la frescura de la ilusión, calmaba la ansiedad de mis deseos y aunque vacilaba entre mis excusas y mis reproches, insistí en saltar al abismo de una nueva prueba. Quería conservarme en un tiempo estacionario, sin detenerme en los flagelos que implica la aceleración de días no vividos.

 

Confieso que estuve tentada a abandonar mi proeza para regresar a la monotonía, pero un punzante dolor me impedía regresar a mi antigua vida. Aquí, frente a mí, no era necesario disimular mi cruel engaño, conocía la medida exacta de mi pereza y examiné cada ocasión, donde fui indiferente para terminar en medio de situaciones que me aburrían.

 

Aburrirse ¿Cómo se puede sentir aburrimiento cuando se está frente a la única oportunidad que tenemos para ser o hacer lo que sea? Sí, la sola idea de sentirme perdida era lo que me detenía, y allí justo en ese momento, era donde me deprimía ¡Bah! ¡Deprimirse es tan patético como rendirse ante las insinuaciones de los complejos! ¿Estaba viviendo realmente? Era poco lo que sabía. Pero tal desconcierto o turbación, angustiaba el tiempo que me quedaba, pues no quería pasar los días que me restaban bajo la sombra del “siempre”, era entonces, cuando recordaba que a la llegada de las estaciones mantenía los mismos patrones, y vivía sus días con sus noches de la misma manera, algo así como la resignación a lo que no puedes cambiar, donde te entregas a lo que es, a lo que hay, a lo que ves, a lo que sientes, a lo que conoces, a lo que aborreces. Un eterno desasosiego que provocaba desvelo en mí, por no romper mis escrúpulos y lanzarme a la ecuanimidad de lo nuevo. Tan hermoso que es sentir el ardor de los sueños que llevas a la superficie de la vida, y calas toda esa fogosidad que enciende con impaciencia las ganas depositadas de vivir libremente, lejos de las intransigencias sociales o de la intolerancia de aquellos que dicen llamarse “amigos” cuando sabes que son iguales que tú. Hombres y mujeres rendidos ante la parcialidad de la rectitud y de la moral ¿Pero qué razón tienen en conservar su integridad? Al verlos, allí, frente a ti, tantos rostros amargados y marcados con severidad, tratando de mantener en su interior conceptos de equidad, simulando la entereza y el aplomo de espíritus que desean volar y dejar tanta impavidez en manos de los ancianos. Y te respondes: ¿Deseo continuar por ahí? ¿Deseo en realidad vivir y revivir lo que ya conozco y por ende, acumulo sin ningún porvenir?  No, ya no es eso lo que anhelo. Caminar por días repetidos solo alimenta mi melancolía.

 

¿Qué como eran mis días? Eran simples, sin mucha osadía, tal y como ahora puedo narrarles sin crear con esto desaliento para aquellos que viven lo mismo, sin sospechar que no tienen argumento en sus vagos ideales.

 

Al llegar la primavera, caminaba por los oasis cercanos, me perdía en los hermosos jardines de las Tullerías o el campo de marte, buscando el olor a hierba fresca y el verde que cambiaba la frialdad que me dejaba el invierno, descongelando mis sentidos y mis emociones hasta hacerlas sensibles y románticas, provocando el juego de la sensibilidad ante los colores primaverales que en mí se revelaban, y caminaba por muchos lugares, todos estaban abarrotados de jóvenes enamorados, entregados a Eros sin tener ningún tipo de contemplación hacia aquellos que permanecíamos en solitario. Y los admiraba, y los contemplaba en silencio.

 

Cuando quería escapar de esos romances que con estoicismo invadían estos lugares, y que al pasar los días se intensificaban con mayor fuerza, hasta cubrir la totalidad de los meses primaverales, me escondía en la profundidad de los bosques de Boulogne, donde me entregaba a un romance distinto, tejido entre las distintas expresiones o manifestaciones de la naturaleza. Los recorría en silencio, sin compañía alguna más que las voces que hacían su entrada en mi mente. Me detenía de tanto en tanto para observar las semillas que eran arrojadas por las aves, observaba como caían al azar en cualquier lugar, sin cálculo, sin proyección. Fijaba el terreno donde esas semillas reposaban una vez que tocaban suelo, con el propósito de seguir su proceso de germinación, y así poder conocer el fruto de lo que ha nacido semanas después.

 

Muy pocas veces tuve suerte de ver una que otra plantita brotar desde la tierra recién húmeda por el rocío de todas las mañanas. Ver estas plantitas era algo que me ilusionaba, era como depositar esperanzas marchitas en lo nuevo, o en lo que sin saberlo, sin pedirlo, renacía. Sin embargo, me agotaba dar esos paseos, sobre todo cuando al llegar a esos jardines, observaba como pasaban la podadora por aquellos lugares donde la esperanza marchita había sido cedida. Corría para detener al hombre que conducía esa terrible maquina, pero nunca llegaba a tiempo, o quizás sí, llegaba a tiempo para ver el espectáculo de la aniquilación.

 

Recordaba las ciudades que eran destruidas, donde la podadora representaban las bombas y las plantitas aquellos pequeños niños que nada tienen que ver con los conflictos de grupos de poder. Sentía como mi corazón se fragmentaba ante tanta apatía, tanta insensibilidad, tanta frialdad. Y se derrumbaban mis esperanzas ante el hastío por la indolencia humana, cuando se cree que lo único que merece vida es todo aquello que tiene que ver con lo humano ¿Acaso esos pequeños no son humanos? Gritaba con fuerza desmedida, dejándome derrumbar sobre mis rodillas, cayendo sobre la dureza de la tierra. Pero nadie me comprendía, nadie entendía lo que yo veía mientras destruían las pequeñas plantitas.

 

Se ha perdido el respeto por el significado de la vida. Todo ser merece la oportunidad de existir, desde un mineral, hasta una plantita. Pero que se puede esperar de una especie que se aniquila a sí misma. Aunque yo pudiera correr millas, a toda velocidad para detener la destrucción de la vida, mis argumentos no podrían cambiar la necedad de una especie que no quiere ni desea cambiar.

 

Y llegaba a mi apartamento, llena de dolor y tristeza, me lanzaba al sofá, entregándome al descontento y mi silencio para vivir esos días de felicidad con una enorme desolación. Cuando se trata de destrucción, el tiempo acelera el proceso de aniquilación.

 

Si llamaba el verano, me limitaba a bajar las persianas y permanecer oculta en mis ocios, hasta que el polvo cubriera los muebles del apartamento o hasta que el ruido proveniente de la calle cesara o hasta que el brillo del sol fuera cubierto por la melancolía del otoño. No era extraño que las calles de la ciudad se llenarán de gente rara. Miles de turistas cargados de enormes mochilas, recorrían a pie, los rincones de una ciudad llena de encanto para sentir el romanticismo caracterizado y plasmado en cada lugar. Gentes que venían de otros países buscando un no sé qué, tratando de encontrarse en una ciudad que engendró poetas, escritores, filósofos, compositores y hasta pintores, durante un tiempo donde los humanos se expresaban libremente, sin prejuicios, alejados de banalidades, creando hermosos pasajes de ensueño, poemas, cuentos, novelas, obras de arte, de música, de escultura, de pintura y es que la magia de la creación era el estandarte de esos genios bohemios que no vivían oprimidos por la lucha de clases, la lucha de poder, o lo que yo, penosamente llamaría, la lucha por la pequeñez trivial.

 

Y a pesar del tiempo transcurrido, de la invasión de la tecnología, de los nuevos modos de vida, de los nuevos estilos, de las nuevas frases, de las nuevas clases que han cambiado los matices de las percepciones, diferenciando las épocas, hoy todos esos genios bohemios que un día pintaron de colores románticos al mundo, se mantienen guardados en bibliotecas públicas o librerías, esperando ser redescubiertos por la nueva generación que yace perdida en los avances de la tecnología. Pero eso ya es otra historia.

 

Cuando caminaba por la Rue Mouffetard sentía la presencia de la magia que cubría a cada uno de los malditos, los clásicos, los renacentistas, los románticos, los melancólicos, los nostálgicos, los solitarios, los cínicos e irónicos, los ateos, los anarquistas, los nihilistas, los raros que tanto dejaron en sus obras, percibía sus emociones y sus melancolías que aún duermen impresas en la atmosfera, y si pasas la noche en los matices del barrio Pigalle comprenderás el calor de los cuerpos que se entregaron al erotismo con total displicencia.

 

Y es cuando tu mente se desborda de colores y te paseas por esas obras que esculpieron los creadores con su imaginación, y moldearon con la suavidad de sus manos, y te das cuenta que aún permanecen ocultas en medio de los aromas que desbordan los cafés parisinos ¡Qué absurdo puede parecer el mundo! o no, no es el mundo, son los nuevos seres que prefieren perderse en lo material, olvidando lo abstracto, lo divino, lo sublime. Lo viejo siempre quedará abandonado y olvidado ante la frescura de lo nuevo.

 

Todo es un ciclo, con distintos personajes, pero con las mismas fases de existencia. Al final todo se desintegra y se olvida. Sobre todo en este tiempo, donde el mundo se aleja del sol. Todos nadamos en el afelio universal, sin darnos cuenta que perdemos el brillo interno, entregándonos sin reservas a las aventurillas de esos veranos que están llenos de deseos insaciables y es cuando te rindes a los romances fugaces, a los amores espontáneos, a los deseos prohibidos, a los sueños anhelados, a las pasiones escondidas, donde conoces cuerpos dotados de belleza griega que acaloran las arenas de las playas, inclinando tu fulgor al calor que emana de esos soles que por los bulevares exponen su irradiante belleza. 

 

Y te rindes sin contemplación a los placeres carnales porque sabes que no es época para el amor, y te entregas al calor de la juventud porque sabes que no habrá un verano que sea igual al anterior. Y mengua la melancolía en medio del ardor de caricias y risas que invaden los instantes fugaces, provocando el eclipse en medio del esplendor de cuerpos desnudos entregados al crepúsculo de un sol que se aleja, para entrar a la nostalgia otoñal. Que duró puede parecer el dolor de la vejez o que dura la agonía del arte clásico ¡Bah¡ ya ni eso me conmueve, el rostro del porvenir lleva consigo el veredicto del olvido.

 

Cuando despertaba el otoño, mi alma brincaba de emoción, era la estación que más amaba, pues su melancolía me movía entre el vaivén de hojas amarillas, alterando la alegría que había dejado el verano, conmocionando la tristeza que recién dejaba sus maletas estacionadas en el silencio de la nostalgia por los días pasados. Salía a recorrer toda la ciudad, aspirando cada existencia otoñal, sin menoscabo de absorberla por completo y con mis ojos podía devorarlo todo, desde el sepia de los arboles hasta el viento que con su fuerza derribaba sus pálidas hojas. Y sentía que era yo, al dejarme elevar por los perfumes de las rosas disecas, de la grama recién humedecida por las gotas de rocío, el perderme entre el olor del tabaco recién encendido, y el café que me esperaba justo a la esquina, donde abordaba con entusiasmo el calor de algún bohemio extraviado.

 

Y me sentaba en la primera mesa vacía, y aguardaba que el otoño me arropará con su dulce compañía. Pasaba horas allí, contemplando el ir y el venir de rostros otoñales y me preguntaba si yo era la única que sentía con alegría la tristeza de aquellos días. Algunos escondían la pena en sus ojos reflejando una tenue sonrisa, otros sencillamente se vestían de frialdad, el atuendo típico de quienes no quieren vivir la época otoñal. Cada vez que daba un paso dejaba una porción de mí en cada rincón. No era mi ruina, era mi desintegración. Así es como se dejan las huellas en este mundo, sin que nadie más se dé cuenta de lo que ocurre alrededor.

 

Caminas despacio y en silencio al ritmo de la caducidad. Era alentador despertar en medio del estupor de cálidas madrugadas, mi alma brillaba ante la presencia de la inspiración que acompañaba a esta estación donde yo escribía, en medio del hundimiento que envolvía mi melancolía. Retomando la palpitación habitual de mi corazón que reposaba inquieto por el éxtasis que emanaba de mi memoria, y recordaba la efervescencia del molusco entregado a la decoloración de la tristeza, provocando tranquilidad en mi cielo. Así mueres junto a la ternura de una escena sin nombre, sin protagonistas, bajo la llama y el frenesí de emociones tiernas que terminan en llanto. Y tus mejillas se sonrojan al notar que todavía hay pasión dentro de tanta dureza. Y la pluma se encuentra con el papel, derramando la decrepitud de la tinta en forma de palabras, hasta crear la opulencia de ensayos que unen al blanco con el negro a manera de elipsis como expresión melodiosa del silencio. Cuando te encuentras con tu naturaleza, tu alma crea.

 

Cuando abordaba el invierno, lo ilusorio se iba en reverso. Me obsesionaba el gris de los días, el frío del viento, la tristeza del cielo. Evocarlos era un encanto porque recogía los pedazos helados de mis sentimientos, ya hechos hielo en medio de la nieve que cubría mi ventana. Y salía a recorrer a Belleville, me entregaba a las grutas cubiertas de nieve, me sentía en el siglo XIX, y resaltaba mi ironía donde recordaba con total ternura los enfrentamientos de hoy día, pues las ideologías creadas en aquel tiempo, hoy se destruían una a la otra, todo por mantener el poder y el control de las masas, y mientras pensaba en ello, la nieve cubría mi abrigo y sin quererlo enfriaba mis pensamientos.

 

Era la forma como congelaba el tiempo. Y me veía rodeada de monarcas y condes que hoy ya no tienen sentido, de revoluciones que hoy tampoco tienen sentido, que en su época irradiaban su particular brillo, pues era lo nuevo, lo naciente, lo que las masas exigían para salir de la rutina que los consumía.

 

Ahora en la actualidad, toda esa magia se ha desvanecido, falta tanto por recuperar de los brillos de aquellos días. Y sonreía pero no de felicidad, sonreía por la ironía de los penosos días donde se mezclaba la crudeza de mi amargura con la dulzura de mis lágrimas. Y vivía la época entre mis altibajos paseándome por el corredor de mis cambiantes emociones, y mis huesos adoloridos por el helado frío que invadía mis sentidos. Supongo que es el precio que se paga cuando se concentran los severos golpes del fracaso en los espacios que comparten la soledad y el silencio.

 

Y aunque me sentía más cerca del sol, sentía que no podía alcanzar su brillo. Pues mis emociones estaban alejadas del perihelio ardiente. El invierno tiene esa peculiar manera de arroparme con su dureza, creando un extraño ideal de romanticismo, moviéndose entre vientos fríos y lágrimas congeladas, vivía está época con la desolación que la caracterizaba, aún en la ausencia de la melancolía, la cual se disipaba a medida que pasaban los días. Cuando el dolor actúa, el cuerpo se derrumba.

 

Si, así eran mis días, eran mis estaciones vividas. Cada año se repetían de igual manera y con la misma intensidad. Vivía mi primavera en medio de los jardines, sus verdes, sus abriles, su lozanía, su juventud, su romance, su amor por lo que nacía; los veranos pasaban en romances pasajeros que consumían mis deseos, entre el calor y el ardor de noches ardientes de pasión para consumir mis apetitos; el otoño era mi época de expresión, de solitaria expresión, me desprendía de todo para entregarme a la manifestación que habitaba en mí, donde mi melancolía se unía con la pluma, para dibujar sobre el papel los destellos de la tinta que emergía desde lo más profundo de mi haber, hasta llegar a la invierno donde morían mis emociones, en medio de los recuerdos del pasado, congelando el tiempo y haciendo que todo transcurriera en reverso. Para luego comenzar de nuevo, en la siguiente primavera.

Y me pregunto: ¿Tiene sentido mantener una existencia al margen de las probabilidades de encontrar otras manifestaciones o ideales? ¿Renovarnos, está allí el secreto? Renovarnos uno y todos los días. Renovarnos en nuestros pensamientos, en nuestras expresiones, en nuestros dolores, en nuestras emociones. Renovarnos para no quedar sepultados por el polvo que corroe la piel. Dejarnos al abandono del tiempo, no es rebeldía, es cobardía, al no asumir con seguridad que podemos generar una vida distinta con bases en nuevos ideales, en nuevos campos, nuevos jardines, nuevas ciudades, nuevas oportunidades, la vida no sucede entre los hechos o situaciones que perturban. La incomodidad es el aviso que te dice ya basta de continuar a favor de aquello que no tiene sentido. Dominarnos para que los demás se sientan cómodos, es como entregar tus esperanzas al abismo de lo inexistente.  Ser complaciente sólo porque te lo piden, ser amable sólo porque no sabes como imponer tus ideas, y por qué deseas imponer tus ideas, si hasta ahora los ideales no han ayudado en nada a las civilizaciones.

 

Observa, observa con atención para que no te pierdas en el engaño que procuran las mentiras. Y es cuando dejas de conservarte, para enfrentarte a la realidad de lo que el mundo ya no ve. Esa realidad que ya no permanece en sueños. Que ya no permanece en las iglesias, ni en los auditorios, que se ven en los hospitales y en la morgue. La realidad de la muerte que camina entre nosotros desde siempre. Esa es la única realidad.

 

¿Quieres vivir los días que restan de manera distinta? ¿O prefieres sentarte y esperar que venga por ti? ¿Quedar anclados o caminar con los sueños? Pero para soñar debemos antes explorar, o de lo contrario los sueños también vivirán anclados a lo que conoces, al pasado, a lo que no haces. Excusarnos con la vida, y no declinar ante las rutinas. No debemos esperar a sentirnos ancianos para entonces jubilarnos de nuestras obligaciones. No esperar que la sociedad nos empuje al margen de los excluidos por no cumplir con los requerimientos solicitados para ocupar posiciones dentro de sus filas. No esperar a que otros te digan NO SIRVES para entonces despertar a la realidad y reprochar la mentira. No esperar a que la flor o la rosa, se marchite en la vidriera, sin que sea observada por aquellos que ya no la miran.

 

Y ahora mi ruego reposa en responderme: ¿Ahora que lo tengo claro, tomaré la rosa marchita y me la llevaré a mi vidriera? ¿O me quedaré aquí, parada en medio de la calle, esperando que expire así, sin más?


Por Glosmarys Camacho

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