RECIPIENTE
Las falacias consumen al
humano. Hoy ninguna verdad sobrevive al error. Los hilos que en algún tiempo la
sostenían, se rompieron en el primer jalón de nobleza. Sin embargo, hay un
concepto de sabiduría que nos retorna de inmediato al humanismo que gobernó al
pasado y probablemente desarrolló la lucidez que imperaba para entonces. Una
idea que quizás tenga su origen un tanto más antiguo que entiende a la
sabiduría como esa luz que ilumina y construye y nos da razones para comprender
este mundo. Pero también, debe entenderse en un sentido terrenal como un
conocimiento que no debe ser vedado y que merece, asimismo, ventilarse pues,
nos convierte al instante en seres comprensivos, sensibles o quizás menos
dioses.
Es lo que necesita el mundo
de hoy. No obstante, la tierra está habitada de personas que cimentan su
hegemonía en las teorías que estudiaron. Emil Ciorán los denominó “los
náufragos” satirizando en torno a ese tipo de proceder, en que según sea el
momento y el ambiente, algunos naufragan en formas similares a la jactancia, el
desprecio y en general al descrédito por los demás, tan solo por navegar en las
fiebres del conocimiento, pero pocos advierten que tal conducta es un fenómeno
subjetivo que sustenta o sostiene al ego.
Así es, el conocimiento
adquirido de libros, obras, artes o cualquier otro medio, no da sabiduría al
ser. Por el contrario, desarrolla la prepotencia del ego, al creer que se está
por encima de los demás, solo por entender que se tiene el recipiente lleno de
sustancias de calidad ¿Pero será esto cierto? ¿Estas personas tendrán de verdad
el recipiente lleno de conocimiento de calidad? Solamente debemos escucharles
en medio de las multitudes y así obtendremos respuestas del tipo de sustancia
con las que han llenado el recipiente.
La sabiduría no descansa
en sustancias almacenadas, la sabiduría nace de la nada, pensamientos que
emergen del silencio, luminiscencias de lo absoluto. Entonces ¿Qué significa
ser sabio? Difícil es saberlo, es un misterio, para ello debemos desprendernos
del ser, pues la sabiduría no implica la expulsión de otras ideas.
Este mundo está
contaminado de muchos preceptos, la moral, la religión, la política, la
sexualidad, el arte, es un conjunto de formas que se combinan entre sí, lo que
no nos permite ser verdaderamente en nuestra propia esencia, pues dejamos de
ser en nuestra propia individualidad ¿A qué se debe tal estado? Todo reposa en
nuestra agilidad para imitar todo aquello que nos es ajeno, incluso de todo
aquello que nos es similar, es por eso que la mayoría anda en esa búsqueda, en
ese alcance.
Muchos creen que
conseguir el estado de sabiduría reposa en el hecho de leer cien obras y más, a
tal punto que inclinamos todo nuestro ser ante aquellos que así lo han logrado
¿Pero debemos reducir nuestra admiración a algo que cada uno de nosotros tiene
la capacidad de hacer? O ¿Es que refugiamos nuestra propia desidia en el no
hacer, como excusa barata de no lograr nuestra propia entidad? No, la sabiduría
no está en los libros. Los libros no esconden sorpresas, allí simplemente
existen los esfuerzos de expresar las percepciones de aquel que está en la
búsqueda, su propia búsqueda.
Podemos escuchar el himno
de los triunfantes de Guiseppe Verdi y quedar extasiados de su pura belleza,
sentir que luego de escucharla vale la pena seguir en el camino de la vida, sin
embargo ¿Será esto suficiente cómo para salir a las calles y caminar conforme a
la melodía que hemos escuchado? ¿Acaso, una divina melodía tiene la facultad de
empujarnos por el sendero de la filantropía? ¿Ayudaría una melodía a
desarrollar nuestra empatía? ¿Podríamos acaso, ser un poco más humanos llevando
consigo la marcha triunfal cada vez que demos la mano al prójimo? ¿Mirar la
profundidad de los ojos del mendigo sin sentir repulsión alguna, si no que por
el contrario, sentir la belleza que desborda su abismo? ¡Si esto fuera cierto
que distinto sería el mundo en la actualidad!
Vivimos en un mundo donde
aquellos que lo habitan prefieren estar inmersos en sus propias hipocresías,
una doble personalidad que les quita encanto, pero sobre todo, les resta
humanidad. Pues, admirar la belleza de una obra musical no les es suficiente
como para mantener ese estado de éxtasis y elevarlo a las demás existencias.
En realidad, aún no hemos
aprendido el sentido del arte o para ir más allá, el sentido de la belleza del
arte, que no es otra cosa que sensibilizarnos, pero no en los auditorios donde
se representan los albores de estas divinidades, sino en el gran escenario que
yace ante nuestro ojos: El mundo.
Por tanto, la sabiduría
no es una cualidad que debe estar por encima de nadie. La sabiduría no debe ser
tomada como un precepto, un ideal, una norma o una extrañeza que hace que los
demás humanos la eleven a un punto inalcanzable. Todos poseemos las mismas
condiciones para ser cada día mejores, si es que se trata de ser mejor cada día
o por el contrario, rendirnos en la profundidad de la melodía que acompaña al
coro de los esclavos, que también es un canto que enardece incluso a la sangre
más fría.
Va',
pensiero, sull'ali dorate;
va,
ti posa sui clivi, sui colli,
ove
olezzano tepide e molli
l'aure
dolci del suolo natal!
Del
Giordano le rive saluta,
di
Sionne le torri atterrate...
Oh
mia patria sì bella e perduta!
Oh
membranza sì cara e fatal!
Arpa
d'or dei fatidici vati,
perché
muta dal salice pendi?
Le
memorie nel petto raccendi,
ci
favella del tempo che fu!
O
simile di Solima ai fati
traggi
un suono di crudo lamento,
o
t'ispiri il Signore un concento
che
ne infonda al patire virtù.
Hermosa ¿cierto? ¡Claro
que lo es! Y es que nuestro mundo está lleno de obras de esta magnitud, pero
que no han conseguido su propósito inicial: tocar
realmente los corazones que les aplauden con desdén.
Amigos míos, la sapiencia
no se presume, no es para eso, ese no es su fin ni único ni ultimo. La
sabiduría es para enaltecer la vida, la divinidad, la tierra y la existencia en
toda su simplicidad. La sabiduría no es un escalón ni un nivel. No es para
estar sobre los demás. Pues dejaría de ser sabiduría para convertirse en una
simple expresión del ego que habita en cada uno de nosotros.
Aquí, bajo la lluvia que
en los últimos tiempos ha acompañado a mi ciudad, puedo deciros a quienes me
pueden leer sin reparo o sin cuidado:
Escúchate, pero sobre
todo escribe todo aquello que emana de tus silencios, no te prives ni prives a
todo aquel que pueda leer, no lo hagas con el propósito de fama o para adquirir
una moneda. No, eso ya no es esencial en un mundo tan superficial. El mundo
necesita de la belleza natural y espontánea de quienes le observan en silencio.
Hoy por hoy, necesitamos convertir la belleza que habita en nuestros corazones
en algo sustancial que sirva a los demás, en algo que sea propio para el mundo.
Ya es hora de salir del oscurantismo que nos embarga, pues el cielo no dejará
de llover si continuamos con la idea absurda de que todo se ha terminado y que
hemos llegado al final de nuestros tiempos ¡Todavía queda mucho para dar!
¿Pero qué es ser sabio?
Retomando la idea del recipiente, podría generar una premisa un tanto osada. Supongo
que un sabio es un ser que respeta la personalidad del otro y quizás por ello,
sean cordiales, gallardos, considerados e ingeniosos, cualidades que los hace
ceder ante sus homólogos, sus iguales. No hacen fila por obtener un conocimiento,
o una oportunidad en la vida, pues no la necesitan. Conciben todo lo que les
rodea como parte de sí mismos, sin crear para ello etiquetas que limiten o
tracen fronteras en su existencia, por ello, se integran al todo sin tener
cuidado de nada, todo le resulta hermoso, no hay malignidad en el entorno. Todo
yace dentro, incluso la belleza.
Ante las ideas ajenas no
se espantan, ni mucho menos critican, ellos aceptan la existencia de
diferencias que complementan su propia existencia. Por ende, no se escandalizan
con lo que ocurre hoy día en el mundo. En los más profundo de su ser tienen
simpatía no sólo por los mendigos y los gatos, sino por todos los seres que
habitan en este planeta, sea de vida animal, vegetal o mineral, pues su
sensibilidad es de tal magnitud que el todo subsiste en su esencia como cada
partícula que compone su ser, por ello todo le duele. Todo aquello que se
separe de su esencia, todo aquello que este en contra de la naturaleza o de la
esencia de la vida. Y sí, les duele el corazón por todo aquello que otros no
logran ver. Esto hace que respeten la vida de los otros, por tanto, cuando
cometen un error de percepción se disculpan con osada valentía, rindiendo
honores a los afectados, pues entienden que el honor es la mejor propiedad que conserva
el hombre, asumiendo sus culpas con probidad. Esa es la brisa de su propia
divinidad.
Son sinceros, pero no de
esa sinceridad que hoy todos han confundido con vulgaridad, donde algunos
exponen sus críticas de manera abierta y ofensiva sin importar las
consecuencias de tales conductas, dañando la imagen del ser a quien desean
criticar. Tal acto de sinceridad no es de tal naturaleza, para mi entender eso
es un acto de difamación, por tanto la sinceridad de un sabio va de la mano del
respeto y la admiración que sienten ante el ser que se revelan.
Por otro lado, un sabio
teme a la falsedad como a la hoguera de la mentira, esto hace que estos seres
no le rindan culto a la mentira, ni siquiera en pequeñas porciones, y no es que
sean rectos ¡no! Simplemente no saben mentir. Una mentira para ellos, significa
ultrajar a quien escucha y ponerlo en una posición más baja a ojos de quien
habla. Los sabios no saben de apariencia. Son tal y como son en cualquier
lugar. Así como se desinhiben en sus recámaras, se desinhiben en el mundo.
Incluso no presumen de su propia humildad, no les hace falta sumar porque ellos
ya sienten que son parte del todo. No son propensos a susurrar ni exigen la
revelación de los otros, en el fondo no les hace falta convencerse de quienes son,
ante los que están en su entorno, quizás sea por tener claro que cada uno debe
ser respetado en su individualidad.
Por lo general, son
silenciosos, por eso prefieren guardar silencio y no someten a los demás a sus
quejas propias, pues no las tienen, se hallan conformes con lo que acontece. No
se repudian por incitar piedad. No obligan a los sentimientos que los demás
puedan sentir hacia ellos, por ende, no recogen los hilos de las emociones ni
los cortan, no envuelven el querer en un ir y venir de posesión, por tanto, no
se apropian de los sentimientos de los otros obligándolos a hacer cosas por
ellos, pues en el fondo adoran la naturalidad y la espontaneidad que los
demás puedan expresar sin tener condicionantes ni estar manchados de banales
intereses. Aman las intensidades de cada instante.
No los verás diciendo
entre la multitud: “Soy difícil” porque tales expresiones persiguen un fin que
no va con su propia naturaleza, el cual es un afecto de poca monta, vulgar, y
falso. En pocas palabras carecen de engreimiento excesivo. No se preocupan por
las popularidades, o por aquellos que han tocado el sentido de la fama, pues
para ellos son estados inexistentes, no se desviven por estrechar la mano del
que está ebrio de reconocimiento ni fama, o por escuchar los furores de un
público confundido en un pasatiempo de retratos, o ser enjuiciado en las
cantinas. No, su grado de lucidez los aleja de esa perfidia.
Si ganan unas monedas, no
alardean como si estos valieran más que sus vidas, y no presumen de poder entrar
donde otros no son aceptados. No, ese no es el ser de un sabio. Quien se
mantiene en silencio en cada rincón del mundo, observando, pero no para hacer
criticas de lo que ve, observa para comprender lo que sucede en cada espacio.
Sin prejuicios, sin razonamientos que luego robará la esencia de los momentos.
La naturalidad es algo que admiran de cada momento. La compresión y aceptación
del todo. Se sostienen en las sombras o quizás se suman a la sombra de las
multitudes.
Se mantienen lo más lejos
como sea posible del reconocimiento, pues saben que no merecen reconocimiento
por algo que yace en cada uno de nosotros. Son delirios de aquellos que
necesitan reconocimiento, como pago de llevar el peso de sus propios apegos.
Alguien contó una vez, no
recuerdo dónde, algo así como una metáfora. Algo muy sencillo de entender,
podría escribirla a modo de ejemplo:
Un día un niño iba con su
padre caminando por la calle de su ciudad. El padre preguntó a su pequeño hijo:
-¿Escuchas ese sonido? -Si papá- respondió el pequeño- es una carreta- Muy bien
hijo así es, y ¿Sabes algo más? Esa carreta va vacía-. El hijo se quedó
pensativo, tratando de entender cómo su padre sabía que la carreta estaba vacía
con solo escucharla, y le preguntó- ¿Papá cómo sabes que la carreta está vacía?
– Hijo cuando una carreta está vacía hace demasiado ruido, en cambio si va
llena, ese ruido cesa. Deja de escucharse-
Así mismo, a mi entender
son los sabios.
Podemos decir además, que
el sabio si tiene el don de la creación, lo respeta. Y su respeto raya en el
sacrificio, pues no conocen el descanso, para ellos la distracción no es
concebida, y fijan su talento en el foco del cosmos. Desbordando cada minuto de
su existencia en todo aquello que pueda sobrevenir de su silencio, sin quejas,
sin vanidad, sin superioridad, sin etiquetas, sin vanagloriarse por lo logrado,
y es que para ellos no existe un fin último ni un objetivo concreto. Crear es
su motivo si es que le puede llamar motivo a su creación. Son molestos o quizás
un tanto fastidiosos, por así decirlo. Desarrollan para sí la intuición. No
pueden ir a dormir con los mismos pensamientos, ni con las mismas ideas, ven
las grietas del mundo y ven como están llenas de moho y polvo, respiran el aire
de la carroña pero no se consumen en él, caminan en el sendero destruido por
otros, a manera de recoger las esencias que quedaron en sus escombros, se
alimentan del silencio y de los albores que emanan de él, no los destrozan con
el razonamiento, pues para ellos la razón es para los hombres de ciencia que deben
demostrar lo que es. El sabio ya no navega en esos mundo donde el deber es un
condicionante de sus creaciones, simplemente se dejan llevar por la
magnificencia de su propia intuición. Allí es donde radica su esencia, en esa
facultad de poderse escuchar acallando el ego y al yo.
No es suficiente con
haber leído los papeles de Nietzsche o haber memorizado a Fausto. Ni haber
escuchado a Bach o Verdi, o entender las obras de Da Vinci o Van Gogh o haber
descifrado los símbolos de las pirámides de Egipto o de los sumerios, si es el
caso. Sin tomar por vicios aquellas conductas que degradan la carne y la mente
en sus más oscuros regazos. No, no se trata de llenar el recipiente con todo lo
que se muestra de frente, se trata de conservar el recipiente de nuestra
esencia intacto, lleno de las luminiscencias del ser, los albores de la
divinidad que estallan en cada segundo de silencio que nos abordan cuando
sabemos o entendemos la expresiones de la divinidad.
Con estas premisas, o
bajo las mismas, veo que mi recipiente necesita vaciarse
¿Y tú?
Ahora, dime: ¿Buscas la sabiduría o ya has
podido hallarla?
No temas a lo absoluto.
Ve, revisa tu recipiente. Mantente en vigilia. Tienes que deshacerte de tu
vanidad, ya no eres un niño, una niña.
Pronto tendrás cuarenta.
Ahora responde: ¿De
qué está lleno tu recipiente?
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